Volvíamos a casa, y pasamos un momento por el SuperSol. ¿Os podéis creer que no recuerdo qué fuimos a comprar? Pues de verdad no lo hago. Y me jode. Porque no recuerdo haberle dado a mi mente la santa potestad de decidir qué es importante y qué no lo es. Todo sobre él es importante. Cada plana de cada recuerdo es un tesoro. Y ese pequeñito lo he perdido.
Tras las misteriosas compras, volvimos a casa. Era la hora en la que la merienda queda demasiado tarde, y la cena demasiado pronto, pero había tortitas, y una necesidad imperiosa de él en las yemas de mis dedos, así que pusimos Naruto, y nos dispusimos a terminar con aquella delicia divina.
Mientras el rubiales daba vueltas por Konoha intentando ser el más chachi guay de todos, yo pensaba en lo que había planeado a continuación. Madre mía, ¿y si me caía de los tacones? ¿Y si me equivocaba en un paso y ya iba descoordinada con la música todo lo que quedaba de 'actuación'? La verdad es que siempre pensé que hacer un streptease era una tontería, hasta el día en que tuve que hacerlo. Desde entonces reconozco a esas chicas como jodidas amas.
Quise estirar todo lo posible a Narutín, pero al final no hubo más de donde sacar, por lo que moví la mesa del comedor, coloqué una silla en el centro y le dije que se sentase en el sofá justo en frente.
Fui a mi habitación y me puse el nuevo conjunto de lencería negra que había comprado, su camisa de botones, una corbata roja, un sombrero y unos tacones negros... He de decir, y sin pretender ser egocéntrica, que el vestuario al menos quedó niquelado.
Caminé de vuelta al salón, y una vez allí encendí el ordenador para poner 'One more time', de Britney Spears. Sólo con pensarlo cinco minutillos me venían a la mente cuatro canciones mejores que aquella para hacer un streptease, pero entre su mini-obsesión con esa chica y la letra... Esa canción fue la elegida.
La música comenzó a sonar, y encendí las luces del salón de golpe. Caminé hacia la silla, y cuando le miré, tuve que hacer un esfuerzo muy, muy grande para no sonreír (habría arruinado la atmósfera de puta ama que había creado). Pero es que tenía una cara... La boca totalmente desencajada y los ojos como platos. Comencé a sentirme poderosa, y cuando me senté en la silla y empecé a moverme suave sobre ella, me sentía más sexy de lo que me había sentido en mucho tiempo, capaz de conseguir lo que fuera con un aleteo de mis pestañas.
Y con esta sorprendente autoconfianza que no tenía muy claro de dónde venía, fui desnudándome, poco a poco, acercándome y alejándome de él, bailando sobre la silla, sobre los tacones, utilizando cada parte de mi cuerpo.
Cuando por fin sólo me quedaba la ropa interior, fui como una pantera hacia él, hasta que llegué a sus piernas, y subí entre ellas, a dos nanometros de él, pero sin tocarle en absoluto. Y seguí subiendo por su pecho, su cuello, su oreja...
Y de pronto me aparté de él, volví a la silla, y me deshice de la poca tela que me quedaba.
"No piensas a hacer nada?"
“Pero… ¿Puedo..?”
“Desde luego, si no lo intentas no…”.
Me levanté con cuidado, y me acerqué a él. Y en el segundo en que mi boca rozó la suya… Sus manos se abalanzaron sobre mí, y me atrajeron hacia él de golpe, con aprensión, con necesidad. Me estaba comiendo viva. Y yo me le comía a él. Le arranqué la ropa, porque no me parecía justo eso de estar yo en cueros y él completamente vestido. Y, para qué vamos a engañarnos, porque su cuerpo era el lugar donde se escondían la mayor parte de mis deseos más inconfesables, y sólo con mirarlo, todos ellos salían a la luz de sus manos en mi espalda.
Dentro. Y cada vez más dentro. Me deshacía en sus dedos. Joder, cómo podía llegar tan dentro. De mi cuerpo y de lo que no se podía tocar. Cómo leches había llegado tan dentro.
Le dije que me lo hiciera dulce. Me miró con cuidado, y asintió. Me coloqué de espaldas a él en el sofá, y me abrazó por detrás. Se me estaba yendo el alma cada vez que notaba el choque de su aliento contra mi nuca.
Y de pronto… Nada.
“¿Qué pasa?” “¿Pf, pues que me has puesto malísimo en un momento y.. Puf”. “Ah…”. “Lo siento, lo siento, lo siento”. “No pasa nad…”. “Lo siento, lo siento, lo siento”. “Que no pasa nada, plasta”.
Le llevé hasta el sofá, y me tumbé. Él se tumbó sobre mí. Piel con piel. Indivisibles. Ardiendo. Dios, le sentía tanto… Me abrazaba. Arrullaba su cabeza en mi pecho. Joder, por qué se tenía que ir. Por qué se iba a ir. En aquel momento, con la luz tenue temblando en las paredes, y mientras enterraba mi cara en su pelo, sabía que funcionábamos. Que le quería más allá de cualquier lógica o sentido, y que no quería (y probablemente no podía) pasar sin él.
No sé cuánto estuvimos así. Mucho rato, en realidad. Pero no me importaba, aquella noche no pretendía dormir. Me acordé de Bella, cuando en Luna Nueva vuelve con Edward en el avión, y aunque lleva días sin dormir lucha por no caer inconsciente por el sencillo hecho de que en breves él desaparecerá, y tenerle cerca es lo único que merece la pena. Me sentí muy ella en aquel momento.
Le propuse echarnos un pey, porque estaba a punto de hundirme. Nos vestimos, salimos a la terraza, y empecé a liar aquel pequeño anestésico. Comenzamos a fumar, y las ascuas candentes iluminaban nuestros semblantes con cada calada. De fondo sonaba “Far from Home”, de Five Finger Death Punch, y a ratos cantábamos trozos de aquella preciosidad. Qué ganas de abrazarle tenía, y qué miedo me daba. Miré hacia el cielo, y vi que había luna llena, y ya que yo nunca iba a olvidar nada de todo aquello, pensé que al menos podía hacer que él se acordase de mí cuando la viera.
“¿Sabes que no importa en qué lugar del mundo estés, la luna nunca es más grande que tu dedo pulgar?”
Los dos hicimos la prueba, guiñándole el ojo a las estrellas, y ahogando a la luna con nuestros pulgares. He de confesar que era algo que había oído, pero nunca comprobado, y sí, es cierto. Nunca es más grande.
“Ahora, siempre que haya luna llena te acordarás de mí”. O eso esperaba.
Entramos otra vez en casa porque hacía frío, y decidimos ver una película. Sabía lo que él quería ver, así que sólo tuve que decirlo; “¿te hace un Royal Battle?” “¿En serio?” “Sí, claro”. “Vale”.
Pusimos la película, y la vimos el uno junto al otro en el sofá. Él frikeaba como un crío pequeño, y yo me deshacía ante aquella imagen. Le adoraba cuando se emocionaba con algo. No le conocí con quince años, pero en esos momentos, siempre me parecía ver un rastro de aquel tiempo paseándose por la punta de su nariz. Un rastro del niño que tenía dentro. Y lo adoraba, de verdad que sí. Ojalá nunca lo perdiese, pudiera verlo yo o no.
Cuando la película acabó, eran cerca de las tres de la mañana, así que recogimos mínimamente aquel desastre de salón, y enfilamos hacia la cama. Pero, antes de apagar las luces y salir de allí, no pude evitar echar un último vistazo a la mesa cambiada de sitio, los cojines despatarrados… El escenario de besos, mordiscos, sonrisas y caricias… De verdad que nunca olvidaría nada de aquello.
Cuando llegamos a mi habitación, nos cambiamos, en silencio, con la confianza de quienes se conocen bajo cualquier iluminación. Entonces le dije que aún quedaba una cosa más. La última. Saqué la guitarra bajo su mirada entre curiosa y sorprendida, y abrí el ordenador, para poder mirar la letra que aún no me sabía. La epifanía del viernes por la mañana estaba dejando de parecerme tan buena idea. Dios, el viernes. ¿De verdad sólo habían pasado dos días? Sentía que aquel fin de semana tenía una vida dentro de sí.
Mira que me había mentalizado sobre el hecho de tocarle la guitarra, ¿eh? Pero en aquel momento me vino a la mente la mirada de unos ojos que me observaban con altivez y desprecio, y me entró miedo. Pues porque sí, porque además de lo pato que pudiera llegar a ser, no me sabía la canción, y joder, que no era cualquiera, que él era músico, lo quisiera o no iba a analizar cada movimiento y uf, qué agobio, ¿no?
Él me miró, y ya lo sabía todo. Cuando digo que nadie me conoce como él, no lo digo por decir. Nunca, nadie. Y no sé si volverá a pasar. No lo creo, la verdad. Me acarició el brazo y me dijo “eh, le has gritado a todo Madrid que me amas, me has escrito un libro… Esto no es nada comparado con todo eso”.
Y no pude evitar sonreír. Porque tenía razón. Y aquello no era nada comparado con todo lo que tenía pensado hacer. Estar ahí, sin ir más lejos. Mientras él no quisiera que estuviese. Y seguir ahí, cuando lo dudase. Y seguir ahí, por si quisiera volver. Y entre medias, volver a enamorarle. Volver a hacer que le brillasen los ojos. Volver a provocarle mi sonrisa, que quisiera abrazarme mientras dormíamos, que quisiera que me quedase a cenar un día, y al siguiente. Que me susurrase “quédate”. Sonreír, y hacerlo.
Y si estaba dispuesta a todo eso… Bien podía tocarle un par de acordes mal hilaos’.
Comencé a cantar, trémula, y sabiendo que estaba metiendo la pata en cuatro de cada tres notas, pero… Me di cuenta de que no me importaba. Y de que él me miraba muy dulce, como si… Me abrazase. Pero con los ojos. “I’ll love you ‘till the end”, rezaba la canción. La mierdecilla de canción, todo sea dicho. Pero él sabía lo que le decía, y ambos sabíamos que no había ninguna otra cosa que pudiera decir en aquel momento que fuera tan de verdad, nada. Y cuando susurré el último verso, le miré, con las mejillas encendidas, y vi que sonreía. Y guardé esa sonrisa. Aún puedo cerrar los ojos y verla, respirarla, casi rozarla… Eso se queda conmigo, para siempre.
Le prometí que le tocaría otra vez aquella canción… Bien tocada, se entiende. Él se rio, y me invitó a la cama. Antes de acostarme a su lado, buceé en el mapa de las estrellas de su espalda. Qué de lunares. Qué de constelaciones. Hubiera navegado durante mil vidas en aquel mar de piel.
Finalmente me recosté a su lado, y acaricié la línea de su mandíbula. La luz sobre nosotros nos iluminaba, y me estaba costando contener las lágrimas. Me dijo que si no iba a pasar frío durmiendo así, ya que no me había puesto parte de arriba. Le dije que no me importaba, que lo que quería era sentirle. También le conté cómo muchas noches me acurrucaba en un lado de la cama, cerraba los ojos y recordaba con total claridad las veces que me había abrazado en esa postura. Que casi podía notarle respirando en mi oído cuando me concentraba tanto. Y entonces él vino y me abrazó por detrás, y su delicioso aliento se arremolinaba en torno a un mechón de mi pelo. Me abrazó fuerte, largo. Queriéndome, hubiera jurado, de no saber lo que me esperaba en unas pocas horas. Y cuando casi había decidido que quería quedarme así para siempre, él me soltó.
Me giré y le miré largamente. En ese momento, él empezó a hablar. Y todo mi ser se debatía entre lo suave del murmullo de su voz, y las palabras que se me incrustaban como astillas.
“Marina yo… Te quiero muchísimo. Nunca he querido a nadie así, y por eso no voy a desaparecer. Siempre voy a estar aquí, y… No voy a poder olvidarte. Porque… Pues porque somos infinitos”.
Y entonces supe que no había nada que pudiera hacer para no llorar, así que no me importó. Me aferré a él como un náufrago a un trozo de madera, y rompía llorar, con todo lo que me desbordaba por dentro. Apagué la luz y le apreté fuerte, fortísimo. Sé que parece mentira, pero aquella noche me había prometido no llorar, sino disfrutar de cada sonrisa que él pretendiese cederme. Pero no podía. Al igual que la noche anterior, el pánico y la más absoluta de las desesperanzas comenzaron a absorberme, y no pude si quiera detener las palabras que abandonaban mi boca surcada de lágrimas “notemarchesnotemarchesnotemarches”. Él estaba en silencio, pero me apretaba mucho contra sí. Es extraño, porque notaba pequeñas sacudidas de su pecho. “Notemarchesnotemarchesporfavornotemarches”.
Llevé la mano hasta su pelo, porque siempre me tranquilizaba jugar con él, y no pude evitar deslizarla después hacia su rostro.
Estaba empapado. Él estaba llorando a mares, de ahí las pequeñas sacudidas. No podía creerlo, pero aquello sólo consiguió que yo llorase más profusamente. Por qué. Por qué tenía que marcharse. Por qué lloraba. ¿Lloraba por hacerme daño? No, eso no tenía sentido, él sabía perfectamente que me estaba arrancando el corazón al tiempo que se alejaba. Entonces… ¿Por qué? ¿Porque… Le dolía? ¿Porque por mucho que se marchase me seguía… Amando? Era consciente de que aquello era sólo lo que quería pensar, pero no podía evitarlo. No tenía derecho a llorar, joder. Si le dolía era por algo. Que no se marchase, coño, ¿acaso no nos veía? ¿Acaso no veía que ambos nos estábamos muriendo allí?
“No te marches. Si… Si te duele es por algo. No te marches”.
Únicamente me abrazó más fuerte, y las sacudidas de su pecho se intensificaron un segundo antes de parar.
Yo aún seguí llorando durante un rato, hasta que conseguí calmarme… Al menos por fuera. Porque por dentro seguía teniendo aquellos miles de cuchillos que me susurraban “mañana”. La próxima vez que abriese los ojos sería la última vez que lo hiciera a su lado. No podía pensar en aquello y querer seguir viviendo. Sencillamente… No podía.
Respiré su piel como había hecho miles de veces, y recé por un infarto aquella noche. Justo después de haber cerrado los ojos. Mientras seguía oyendo su corazón latir a mi lado. Sin ser consciente de absolutamente nada más que de sus brazos a mi alrededor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario