Viernes cinco de Septiembre.
Aquella
mañana me desperté, y era un manojo de sentimientos. Por una parte, quería que
viniera, quería pasar aquel finde con él, dejarlo todo fuera, de alguna manera
que aún no tenía clara, y disfrutar, disfrutar sin más. Y por la otra parte
sabía que cada segundo que avanzase el reloj, él estaba un paso más cerca de
marcharse.
Aquella
mañana fue una de esas en las que tienes tanto que hacer que te bloqueas, y
terminas no haciendo nada. Y mi no hacer nada se resumió en “P.S: i love you”.
Necesitaba sentirme comprendida, ver cómo alguien más que yo se hundía hasta un
punto del que no se puede salir, sentirme menos sola. Porque si bien es cierto
que todas éstas habían estado a pie de cañón conmigo desde el primer momento…
No estaba segura de que ninguna me entendiera.
Y
durante un par de horas… Simplemente lloré, alto y claro. Lloré mientras perdía
a Gerry con Holly (puto cáncer), y recorría con ella todos aquellos recuerdos
que si bien preciosos sólo lo hacían más duro. Pero hubo uno de esos recuerdos
que me revolvió en mi silla. Cuando en una de las cartas la dice que vuelva al
karaoke donde salían, y ella canta una canción… “I’ll love you ‘till the end”.
La verdad es que es una patata de canción, pero van poniendo distintas
versiones de la misma a lo largo de toda la película, y me picó la curiosidad,
así que la busqué. Y ay mamasita.
La
canción original musicalmente hablando seguía siendo una mierda, pero aquella
letra… Decía todo lo que yo quería decirle. Y musicalmente hablando era una
mierda, así que estaba dentro de mis posibilidades. Y en ese momento lo supe;
aunque me saliera una patata, era la canción que tenía que tocarle.
Miré
los acordes y lo toqueteé un par de veces, pero poco más, así que fue fácil
prever el desastre en el que iba a terminar todo aquello, pero el fin en sí
mismo era un desastre, así que…
Comí
con mi familia, y en cuanto (¡por fin!) se hubieron marchado, empecé a hacer
preparativos. Primero bajé a por el plátano para la “fondue”. Sí, bajé a por un
plátano solo. Después arreglé la casa, arreglé mis coartadas, me fumé un peta,
y me fui a ducharmelavarmelepelodepilarmedarmecremitas. Ponerme en el punto de
belleza cero, que diría Flavia.
Intenté
plancharme el pelo, pero la zorra de mi madre se había llevado la plancha a
traición, así que me conformé con que pareciera que acababa de salir de los
ochenta.
Y
entonces me di cuenta de que faltaba mucho para que volviera de… Eso a lo que
iba los viernes. Pensé en ver alguna cosa, pero sabía que era probable que
acabase llorando me pusiera lo que me pusiera, así que me decidí por “Pesadilla
en Elm Street”. No hay nada como el gore antiguo para que la cabeza se pete un
poco y deje de pensar.
En
esto llegó Carla, a la que le servía mutuamente de excusa para irse a dormir
con su chico, y estuve un rato hablando con ella. Cuando se marchó, vi que él
me había mandado un mensaje diciendo que ya venía, así que me puse a recoger a
toda pastilla y a preparar aquello. Que bueno, “aquello”. Cuatro velas, unos
boles de fruta, y uno de nutella calentada. Qué trabajo, ¿eh? Pues la nutella
se me quemó. Menos mal que había dejado de repuesto por si queríamos repetir…
De verdad que aquellas cosas sólo me pasaban a mí.
Cuando
hube terminado, eché un vistazo a todo lo que había allí, y oye, no había
quedado tan mal. De hecho, estaba guay. Y justo entonces, sonó el telefonillo.
Abrí, con un pequeño remolino en el estómago. Volvió a sonar, y el remolino
creció un poco más. Sonó el timbre, y ya empezaba a parecerse más a un tornado.
Y ahí
estaba. Alto, guapo, sonriéndome. Entró y me besó suave, y echó una mirada
curiosa al tenue resplandor que se filtraba por la puerta del salón. Fue a
dejar sus cosas en mi habitación, y cuando hubo vuelto, le cogí de la mano y le
metí dentro del comedor, que estaba envuelto en una atmósfera tintineante que
salía de la luz de las velas. Su sonrisa fue más grande que la sorpresa sobre
su boca, y me sentí tan bien que le besé. Fuimos al sofá, puse algo de música,
y empezamos a comer fruta con nutella en aquella fondue improvisada mientras
charlábamos, y algún beso se nos colaba entre medias. Cuando vio el detalle de
las gominolas de ranitas puso una cara tan guay, que mereció la pena haberlas
mangado del hotel de Alemania.
Y poco
a poco había más besos que charla. Y supe que era el momento. Le dije que
esperase allí, y me fui a mi cuarto, donde había dejado aquel camisón que era
puro movimiento. Qué cosa tan bonita. Era de un verde venéreo, con florecitas
bordadas en el escote, y liviano como una hoja. Parecía élfico.
Aparecí
en el salón, con eso puesto, pero él no se dio cuenta, y no me vio. Carraspeé,
levantó la vista, y su cara fue mítica. Aquí me tiro el rollo, pero juraría que
se dividió entre “joder que guapa” y “joder que me la follo”. Sinceramente.
Me
acerqué a él, y me senté encima suya, dejando que el camisoncito se extendiera
sobre ambos. Puso las manos sobre mi cadera y susurró “¿Y esto…?” “Pues ya
ves”. Y todo lo que quedara por decir, empezó a traducirse al idioma boca,
cuello… Qué manos tan ásperas. Y qué suaves aun así sus caricias. Qué áspero el
mundo, y qué suave aquella burbuja de piel contra piel.
El
camisón no me duró nada encima. Tampoco a él su ropa. Qué brutal fue aquello.
Sobre el respaldo del sofá, sobre el sofá, apoyados en el sofá… Es que fue
sencillamente brutal. Casi despiadado, pero con besos y roces en medio que un
villano no concedería. Recuerdo que tuve uno de esos orgasmos que no ves salvo
en las pelis, sobre el brazo del sofá. Y que le sentí tan dentro que pensé que
se iba a quedar en mí.
Siempre
he pensado en él como un caballero durante el sexo por eso de “las damas
primero”, ya que solía asegurarse de que yo tenía lo mío antes de acabar él. Y
cuando hubo terminado, nos tumbamos en el sofá, él en ropa interior y yo sin
nada, como siempre, y nos abrazamos, sin más. Le sentía muchísimo. Piel con
piel, caliente, ligeramente húmeda del polvo. Estábamos tan allí… A veces me
abrazaba por la tripa, de esa manera que me gustaba tanto. A veces venía a mi
pecho, y me apretaba tanto, que realmente parecía que quería quedarse allí.
Queríamos
ver una peli, pero no nos decidíamos. Al final caímos en que aún teníamos
pendiente Kill Bill Vol. 2, y no hubo más discusión. La pusimos, y yo me senté
mientras él apoyaba su cabeza sobre mis piernas y dejaba que le arrascase. Me
encantaba el enfoque de la segunda película hacia Bill y Beatrix. La historia
hacía que tú también desearas esa venganza. Y esas peleas, ¡madre mía! Y aun a
pesar de lo que adoraba aquella obra maestra, de lo que era más consciente era
de sus manos en mi pierna. O alrededor mía cuando se levantó y nos sentamos
juntos, conmigo acurrucada en mi hueco de su hombro. Porque sí, puede que el
hombro fuera suyo, pero aquel hueco era mío.
Lloré
un poquito con el final. No puedo
evitarlo, me parece una historia muy triste. Y él me achuchó, y se rio, y me
dijo que era muy mona. Y aquello casi consiguió que me olvidara de todo, porque
era tan nuestro, y tan dulce que ay.
Recogimos
un poquillo y nos fuimos a la cama. Le dejé unos pantalones de basket, y me
quité la parte de arriba de mi pijama. No por nada, sino porque quería
sentirle, piel con piel, tanto como pudiera. Me abrazó. Me abrazó fuerte, y me
besó dulce, muy dulce. Le apreté contra mí, tanto como pude. Me refugié en sus
brazos, y de repente se me cruzaron los cables. Se me cruzaron, y no pude hacer
nada. Y empecé a llorar como hacía tiempo que no. Y me aferraba a él, y le
pedía que no se marchase, llorando más y más. Nadie me había visto así nunca.
Toda la desesperación, el miedo, la angustia, el dolor me salía a borbotones
por la boca y por los ojos. Y no podía pararlo. Sencillamente, no podía. Al
igual que no podía dejar que se marchase. Cómo iba a hacer eso, joder, él era
todo lo que quería en ese momento. Y lloraba, y lloraba, y le apretaba más y
más fuerte. Y él me apretaba contra sí. Y llevé la mano a su cara y la noté
húmeda. No había más que unas pocas gotas, pero fue un mazazo igual. “¿Estás…
Llorando?” “Sí”. Y fue la gota que colmó el vaso, joder, porque lo que le
necesitaba no era normal, y yo lo sabía, y sabía que no tenía sentido, pero no
podía negármelo más. Me sujeté a su cuello, llorando más todavía, y rogándole
que no se marchara, que se quedase conmigo. “No te marches, no te marches”. En
realidad no sé si era capaz de entender algo entre mis sollozos, pero no podía
parar. Él sólo me abrazaba, con un silencio mojado.
Al
final me tranquilicé un poco y él me besó. Y ese beso… Ese beso me removió por
dentro como un terremoto. No podía creer que se fuera a marchar besándome así.
En realidad fue un besito, casi como el choque de una gota de agua sobre un
paraguas, solo que sería un choque infinito, y suave, no seco y rápido. No pude
evitar pensar que de haber tenido que definir ese beso, lo hubiera hecho como
“un ínfimo te amo, dicho para el cuello de la camisa, con la boca chica, casi
inaudible”. No pude evitarlo.
Me
acurruqué todo lo que pude contra él, y me dormí, con la carita empapada y
rezando para no despertar nunca, y acabarlo todo entre sus brazos, con ese beso
que decía “te amo”.
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