domingo, 30 de noviembre de 2014

Capítulo 24.

Seis de Septiembre. Un año y once meses.
El sábado desperté, y su mano estaba debajo de mi camiseta. Nada porno, ¿eh? Sencillamente estaba sobre mi cintura, piel con piel, con un contacto mínimo, pero íntimo a más no poder.
Me dediqué a observarle un rato, ya que mi ventana siempre deja que se filtre algo de luz. Pensar que aquella podía ser una de las últimas veces que le viera recién levantado hacía que algo me sangrase por dentro. Pero en aquel momento, estaba allí. Así que carpe diem. 
Intenté levantarme sin hacer ruido, y sin despertarle, pero no lo conseguí, así que le dije que se quedara en allí, que yo tenía que hacer algunas cosas, y le di un beso. Salí de la cama, le escribí una notita diciéndole la contraseña del ordenador, y me fui a la cocina, esperando que aquella tontería le hiciera sonreír… Y recapacitar, lo admito, pero sabía que eso último no iba a ocurrir en aquel momento, así que me conformaba con una sonrisa bonita.
Fui a la cocina, y me puse manos a la obra. Lo cierto es que sé hacer muchísimos desayunos superchachiguays, pero nunca le había preparado ninguno. Y todos los “nunca hemos podido hacer esto” me quemaban como un hierro al rojo vivo, así que no iba a dejarme nada en el tintero. Había pensado en hacerle tortitas, pero luego pensé que mejor crêpes. Lo que pasa es que mis crêpes eran demasiado gordos como para ser crêpes, pero demasiado finitos para ser tortitas, así que finalmente me decidí por no frustrarme, y cocinarle mi plato estrella; las torti-crêpes. 
Cuando vi que habían pasado quince minutos (que era más que menos lo que duraba el vídeo), me acerqué con sigilo a la habitación, buscando ver su cara. Pero llegué, y el ordenador seguía en negro y él en la cama. La única diferencia es que la notita no estaba en su sitio. Y de repente, me llegó una voz desde el burruño de sábanas “no hay quién entienda tu letra”. No pude evitar reírme al ver que el pobre había intentado abrir el ordenador y no había podido. Se lo desbloqueé, y me fui de allí, porque el vídeo era algo que tenía que ver él solo. 
Terminé las torti-crêpes y puse la mesa, llevándolo todo para el salón. Y mientras estaba en ello, él apareció en el quicio de la puerta, con una sonrisilla vergonzosa y cara de dormido. Yo sé todas las veces que he intentado describir su expresión recién levantado, y no me acerco ni de lejos al nivel de monosidad que alcanza, os lo juro. Vino hacia mí, y me dio un beso. Me dijo que estaba loca. Y yo supe que le había gustado. Y había sonreído. Y me reconfortó, por mucho que supiera que gritar mi amor por él al mundo, en aquel momento, no iba a cambiar nada. 
Vio las torti-crêpes que estaba a punto de llevar, y su sonrisa se ensanchó. De verdad que cada vez que veía aquello, todo el trabajo e incluso el dolor merecían la pena. De verdad que sí.
Fuimos al salón, y no sé cómo ni por qué, al final me encontré poniendo el vídeo en la televisión para verlo con él. Qué vergüenza, no era consciente de haber hecho tanto y tan fuerte el idiota. Pero no pude evitar reírme, y ponerme rojita, y en realidad no me importó en absoluto cuando me abrazó, y me dijo que era muy mona, y me dio mimitos, y besitos. Realmente no entendía qué era lo que fallaba cuando le veía comportarse así. 
Estuvimos un rato más en el sofá, haciendo el mongolo y dándonos mimitos. Y cerré la puerta a mi cabeza, porque sabía que aquella mañana llena de luz sería de lo poco que me quedaría en nada de tiempo.
Cuando recogimos, me dijo que debería pasar por su casa, que su madre se iba a enfadar. Lo entendí, pero aun así algo se me encogió dentro ante la perspectiva de quedarme sola. Se vistió, hicimos un poco más el idiota, y se marchó, porque en realidad ya era una hora humana de comer.
Cuando la puerta sonó tras él, me deje caer hasta el suelo, y me hice una bolita en la esquina de la puerta y la pared. No quería, pero no podía pararlo. Empecé a llorar, flojito, y de repente estaba gritando. A pleno pulmón. Me apretaba las piernas todo lo que podía, tratando de alejar el dolor de mí. Que no se fuera, joder, que no se fuera. Por favor. No podía marcharse, no podía…
No sé cuánto había pasado así, pero le había dicho que volviera sobre las cinco, y de pronto ya eran las cuatro. Me recompuse como buenamente pude, con la promesa de sus manos, y comencé a preparar las cosas y a mí misma.
Peté mi mochila con todas aquellas cosas que iba a necesitar, y traté de esconder aquel miedo, porque no iba a dejar que me arruinara aquello. Ya tendría tiempo para morirme después.
Sorprendentemente puntual, él vino, y yo corrí hacia él, por dentro y por fuera, y cuando le besé, el nudo alrededor de mi garganta se aflojó un poco, y no quise pensar en nada más que en la parte áspera de sus dedos sobre mi mejilla.
Fuimos andando hacia el bus, y no sé qué hizo que me cabreó. Me cabreó. Llevaba mil días comiéndome miles de cosas, y aquello fue el colmo. Lo peor de todo es que ni siquiera recuerdo qué fue, pero no fui capaz de retenerlo. Y mini-bum. Y los dos sentados al lado en el bus, cada uno mirando para un lado. Y quería cogerle de la mano, pero tío, no. No podía tratarme como si fuera un trozo de metal insensible, joder. Que una cosa es que las cosas estuvieran precarias, y otra que sudara de todo lo que estaba pasando.
Cuando bajamos del bus, recuerdo que me dijo que si iba a continuar así. No respondí. Me cogió de la mano y me hizo girarme. Le dije que no me podía tratar así. No dijo nada, pero me atrajo hacia sí y me abrazó. Y no sé si pensaba que no tenía razón, pero que no quería verme enfadada, o que tenía razón pero no iba a admitirlo. En cualquiera de los casos, me rendí un poco en sus brazos. Era difícil resistir aquel tipo de treguas.
Comenzamos a andar hacia el Capricho, ya que había decidido un lugar bonito, triste, y al que no tuviera que volver por ningún motivo salvo que así lo decidiera. Los recuerdos que iba a dejar allí eran preciosos sí… Pero iban a doler como nada en la vida. 
Tras un rato caminando y hablando, siempre de la mano, encontramos un rincón escondido, un banquito al pie de un camino que se desviaba del principal, rodeado de árboles, y sentí que habíamos llegado al lugar indicado.
Nos sentamos, y me besó. Dulce. Y me besó otra vez. Más dulce aún. Hablamos un poco más, y al final me decidí a darle mi regalo del seis. Le pedí que no mirase, abrí rápidamente la caja, y le di al play en el ipod. Poco a poco empezó a sonar suave la melodía de Lilium. Se giró y me miró, cuando le ofrecí la cajita que pretendía imitar a la que Kouta compartía con Lucy en Elfen Lied. La abrió con cuidado, y descubrió dentro el texto que le había escrito, explicándole el significado de todos y cada uno de los regalos que había ideado para él en las últimas semanas. Decidí leérselo. Y eh, no lloré hasta el final. Tenían que empezar a hacer medallas para aquel tipo de situaciones, de verdad lo digo.
Cuando acabé, le miré y me besó. Y le devolví el beso tratando de decirle lo mucho que le necesitaba. 
Le dije que mirara un poco más, y encontró el rollito que llevaba escrito dentro la dirección del blog. De este blog. Le conté que estaba contando nuestra historia. Que era para él. Y que quería que lo leyera. Mi último regalo. Al menos antes de que se marchara. Mi primera obra… Para él, como no podía ser de otra manera. Y recordé el deseo de la moribunda Satine, tosiendo sangre en brazos de Christian y susurrándole “cuenta nuestra historia”. Pero yo no quería morir. Aunque no pudiera parar de llorar.
Me miró, y me abrazó muy fuerte. Me dio las gracias por todo aquello, y sentí que no las quería. No quería que me diera las gracias, quería que se quedase. Cuando me separé de él, no pude más, y las palabras se me escaparon de la boca a borbotones.
“¿De verdad tienes que irte?”
No me respondió, se limitó a abrazarme más fuerte. Joder cómo dolía aquello. Joder, joder, y joder. Por qué tenía que marcharse. Por qué.
Le abracé más fuerte, y vi que iba a estallar, así que le propuse echarnos un peta. Me miró… Bueno, con desaprobación y con algo de miedo la verdad. Accedió medio a regañadientes, y yo me lancé como una loba sobre la droga que iba a anestesiarme por lo menos durante un rato.
Cuando pegué la sexta calada, estaba algo más tranquila.  Me apoyé en mi hueco de su hombro, y, casi sin darme cuenta, empecé a tararear Lillium, tal y como hacían los pequeños Kouta y Lucy mientras veían el mar. Y él empezó a tararearla muy bajito conmigo. Y sentí una vez más que le tenía tan dentro que cuando se marchara me iba a quedar como una cáscara vacía, una zombie. Y sentí una vez más que haría lo que fuera porque no se fuera… O porque volviera.
Cuando nos acabamos el pey, decidimos volver a casa, y acabarnos las tortitas que habían quedado. Nos levantamos de allí, y volvió a besarme. Me sujeté fuerte a su mano para mantenerme unida al mundo, y comenzamos a caminar hacia la saluda del parque. Lancé una última mirada a aquel banquito, y por mucho que me fuera a quemar después, grabé a fuego el roce de sus labios, y la canción de Lillium que lo habían conquistado durante aquella tarde.


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