viernes, 12 de diciembre de 2014

Capítulo 26.

Desperté, y me cagué en todos los dioses habidos y por haber al no haberme concedido mi deseo. Hijos de puta. Si cuando dicen que la religión en el fondo busca el sufrimiento humano…
Él respirabas muy liviano junto a mí. Yo no había hecho ningún movimiento, tan sólo había abierto los ojos, por lo que él no era ni remotamente consciente de mi consciencia. Regulé mi respiración sumida en el pánico, inhalé hondo, y le observé. La línea de su boca relajada, el pelo despatarrado por su frente, el rictus despejado de todo, tan sólo gobernado por la inconsciencia. Qué cosa tan bonita, de verdad os lo digo. Pero qué bonito. Me dieron ganas hasta de sacarle una foto, pero en realidad no hacía falta, porque aún puedo recordarlo con total claridad.
Es curioso, porque, lógicamente, hay muchas cosas que mi cabecita ha decidido relegar al olvido en estos dos años. No tanto hechos como… Imágenes. Ejemplo; recuerdo la primera vez que me llevó a su casa, pero los… Planos, por así decirlo, han quedado reducidos a meros flashes, imágenes inconexas. Sin embargo… Recuerdo cada vez que me he despertado a su lado. Y cuando digo cada vez, es cada vez. Cada puñetera vez, con sus matices, sus luces y sus respiraciones. Y por mucho que duela a veces, espero no olvidarlas nunca. 
No mucho después, tuve que moverme porque se me estaba gangrenando el brazo (¿cómo cojones me habría dormido así?), y él se despertó. Me regaló una sonrisa y unos buenos días, y traté de corresponderle, pero la alegría no me llegó a los ojos. Esos… No mienten igual de bien.
Nos quedamos un rato más en la cama, mientras él me abrazaba y yo trataba de esconder mis lágrimas a cualquier precio. Después nos levantamos y fuimos a desayunar. Un colacao con cereales. Me costó muchísimo comer, aquello no me pasaba por la garganta, pero no quería que él viera… No quería que me recordase en el estado en el que estaba empezando a metamorfosearme.
Alargué aquello todo lo que pude. Todo, todo lo que pude. Pero al final él se tuvo que ir a comer. En la puerta, le besé. Le besé muy dentro. Le besé sin tocarle absolutamente nada más que los labios. Le besé, y cuando se dio media vuelta y enfiló hacia las escaleras, aún me quemaba ese beso. Y cuando cerré la puerta, lo que hacía era consumirme. Marchitarme por dentro. Ese beso sólo decía adiós.
Sabía que me quedaban escasos minutos de lucidez, y decidí emplearlos en dejar la casa lo más limpia que pudiese. Craso error, porque tan sólo conseguí restarme lucidez. A los diez minutos estaba tirada de cualquier manera, sujetándome muy fuerte el pecho, y mordiéndome con tal de no gritar. Se había marchado. Se había marchado. Aún no me había dejado, pero ahora sí, era cuestión de horas. 
Cómo había llegado a aquello. Cómo había podido dejar pasar a lo mejor que me había pasado en la vida, tío. Cómo había perdido a lo único que había merecido la pena en 19 años, a la primera persona que realmente me amó. Por qué me daba cuenta de que era suya hasta la punta de los pies cuando se marchaba. Cómo estaba dejando que se fuese. ¿Por la posibilidad de que así volviera? ¿Y si no lo hacía? Lo más probable en realidad era que no lo hiciese, sin importar cuántos mundos pudiera ponerle a sus pies. Y aquel pensamiento me mataba. No dejaría de intentarlo, pero lo cierto es que sabía que aquello iba a ser con diferencia lo más doloroso de mi vida. Ya lo estaba siendo. 
Recordé aquel verso de Axl “he buscado por todo el universo, y me he encontrado en sus ojos”. Era tan absoluto, tan real. Allí era el único lugar donde podía verme, sentirme. No significaba que sin él no fuera nada, significaba que el agujero que se había abierto dentro mía no iba a cerrarse. No sin él. Y pasar la vida con una fosa abierta en todo tu centro se hace cuesta arriba.
Habíamos quedado después para “hablar”, traducción, para mandarlo a la mierda. Y cuando miré el reloj iba jodidamente justa. Terminé de recoger toda la casa, sintiendo a cada mancha que limpiaba cómo un recuerdo me golpeaba y se me enredaba en el pelo. Qué jodidamente duro fue aquello. Después me puse un vestido que se me había quedado grande tras los once kilos de menos en ese par de meses, y me pinté bonito, porque si solía arreglarme para él, y aquella era la última vez… ¿Cuándo iba a hacerlo si no?
Quedamos en el parque Titanic. Aquello me entristeció, pero me pareció necesario, de alguna manera. Era un lugar precioso al que probablemente nunca fuera capaz de volver, pero había sido el inicio de tantas cosas… Tenía sentido que también fuera el final. 
El final… De verdad que no podía evitar que se me saltasen las lágrimas, pero ya era como la tercera vez que me pintaba y a ese paso no llegaría nunca.
Cuando me decidí a salir de casa, todo mi cuerpo temblaba. Todo mi ser temblaba. La cuchilla oscilaba sobre mi cuello, y se relamía antes su inevitable inminencia. Aquello iba a ser un festín de cuervos.
Vino a buscarme a casa, y me cogió de la mano de camino al parque. Mi corazoncito quiso tener esperanzas, pero se lo prohibí terminantemente; aquello sólo era otra parte del adiós. 
Enfilamos la cuestecita de baldosas rosas, y llegamos hasta el banco en el que había pasado… Todo. Desde que la jodí, hasta… Hacía escasas semanas, cuando le pedí otra oportunidad. Intenté tranquilizarme, porque si empezaba a llorar en aquel momento, no quería ni contarte cuando empezase lo realmente tocho. 
Al igual que no pude trascribiros la charla que tuvimos al principio del blog… Tampoco puedo con ésta. Puedo mucho menos con ésta. Sólo recordarla… Casi no podía ni respirar mientras escribía. No podía vivir. Si hay un recuerdo que decidiría guardar lo más profundo de mi mente que pudiera, bajo cadenas, y troles, y dragones… Sería éste. Y no para protegerle, sino para protegerme. Porque este recuerdo puede acabar conmigo. Lo que hace que ahora mismo viva intranquila es el miedo a que vuelva. Imaginaos la fuente de dolor que supone sólo revivirlo.
No quiero desviarme. 
Hubo lloros. Muchos. Por mi parte. Me dijo que tenía que marcharse. Que no se sentía bien y que… Necesitaba estar solo. Y que si nada cambiaba, ya se plantearía volver, pero que no estaba a gusto. Sentía cómo se iba cayendo mi vida a pedacitos, yo a pedacitos, con cada palabra que salía de su boca. Lo peor es que le entendía. Porque yo me había sentido así con él. Pero eso no aliviaba. Nada hacía más ligera la sensación de que el universo se estaba retrayendo sobre sí mismo. 
Cuando terminó, hubo terminado. Y aún no lo había dicho. Le dije que lo dijera. Que me dejase. Me preguntó que para qué, y le dije que para hacerlo real. No abrió la boca. Le pregunté si podía acompañarle una última vez a casa, y me regaló un sí con una sonrisa triste del brazo. Yo sólo quería morirme. 
Mira que anduve despacio, ¿eh? Todo lo que pude. Pero al final, esa cuesta que siempre era infinita, acabó. Y me vi en su casa, incapaz de soltarle. No podía soltarle. No podía, no podía dejar que se fueses. Empecé a llorar muy fuerte, y me sujeté con la tripa, porque si en aquel momento me derrumbaba, me caía redonda. No podía soltarle, pero… Él tampoco me soltaba a mí. Le abracé, fuerte, tan fuerte que pensé que le haría daño. Todo lo fuerte que pude, y más aún. Más, más todavía. Él me devolvió el abrazo, y no pude… “No te marches”. “Te amo”. Su silencio, callado, yo aferrándome a él aún más fuerte. Por favor, no, que no me soltase nunca, por favor, por favor, no… Y entonces se separó y me susurró al oído “esto no es un adiós. Piensa en ello como un hasta luego”. No. No te marches, por favor, no te marches.
Todo lo que podía hacer era sujetarme para no caerme. Parecía que se marchaba… Y aún no había dicho nada. Si no lo decía, no lo consideraría hecho. Al menos que le echara pelotas. Si me iba a matar, que lo hiciera a rostro descubierto, no con sicarios.
Que no me matase. Que no nos matase, por favor. Por favor, por favor…
Se acercó a mi oído. Lo acarició con sus labios. 
“Hasta luego”.
Un latigazo me recorrió entera, y tuve que apretar todos mis músculos para que no se me escapase un grito. Entonces me dio un beso en la mejilla, y retrocedió hacia atrás. Obligué a mis manos a cerrarse en un puño para que soltaran su espalda. Por favor, no, por favor…
Entonces retrocedí un paso, intentando ofrecerle una sonrisa, y cerró la puerta. Seguí caminando con los ojos anegados en lágrimas. En el paso de cebra me tambaleé y me caí al suelo. Y el coche que venía frenó. El muy hijo de puta frenó. Hubiera sido perfecto porque, ¡no había sido intencionado! Aquello habría acabado, y yo no le hubiera decepcionado. Joder, hubiera sido perfecto.
Me arrastré hasta la acera, y me quedé allí, apoyada en uno de los pilares blancos. Ahora sí que no podía respirar, hasta el punto de estar empezando a ver puntitos negros de la asfixia. No podía. Sencillamente, no podía.
Había acabado. Todo había acabado.

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