El miércoles madrugué tanto que le gané en la carrera al sol, pero aquella era, sí o sí, había que terminarlo todo aquel día, y además, estaba sola en aquel último tramo.
Hablé con él y le recordé el plan de aquella tarde-noche “¿esta noche…?” “Sí, no me jodas”. “Esta noche es el cumpleaños de mi abuela”. “No me jodas”.
En serio, llevaba proponiéndole aquello desde hacía… ¿Diez días? No podía hacerme aquello a escasas diez horas. Pero sí, lo estaba haciendo. Al final me cedió la noche, y aunque ya no podría llevarle a esa escalera de incendios a ver la puesta de sol, llevaba tantísimo tiempo actuando bajo presión que mi capacidad de improvisación estaba alcanzando unas cotas insospechadas, así que rehíce el plan hasta cuadrarlo a las nuevas circunstancias.
Trabajé todo el día como una loca, incluso se me pasó la hora de la comida, pero hacia las ocho de la tarde paré, porque no quería ir a verle llena de engrudo, con el pelo sucio y aquella cara de muerta en vida. Aunque ésta última empezaba a asentarse tanto que ya me costaba recordar cómo era la que se sonreía como una imbécil en el espejo cuando oía el telefonillo y sabía que era él.
Fui a buscarle a su casa, y recordé que no recordaba la última vez que él había venido a buscarme a la mía. Y que lo echaba de menos.
Una vez allí, le recogí y nos montamos en el metro. No estaba muy segura de que el sitio al que le quería llevar estuviera abierto (¿acaso tenía horario?), pero la improvisación es lo que tiene, que te juegas el todo por el todo a los cabos sueltos.
Mientras esperábamos en la estación, le di una carta. Se me quedó mirando, meneó la cabeza y dijo “cómo te gustan estas cosas”. Y sí, sí que me gustaban, qué le vamos a hacer.
La abrió y la leyó. Era una citación del Ministerio de Magia para participar en el torneo de uno de los mayores entretenimientos del mundo mágico. El evento tendría lugar al día siguiente, y se consideraba un acto de grosería rehusar, ya que era una oportunidad anual para dos muggles escogidos al azar en el mundo entero. La verdad es que al principio se chinó un pelín por la poca antelación de los chapuceros del Ministerio, pero al final cedió, y es que no todos los días recibes una carta así.
EL viaje de ida se pasó rápido a pesar de que el trayecto era largo, porque nos encontramos a un amigo suyo, un mago precisamente, y fuimos charlando con él. Cuando se hubo marchado, me contó que él de pequeño había hecho un espectáculo de magia, y que se sabía algunos trucos. Le dije que si podía hacérmelo, y no supe si le pedía amor o el truco de magia, pero él me dijo que no, que el espectáculo entero no. Le propuse un truco y dijo que podría ser.
En esto ya habíamos llegado al pequeño mirador desde el que se veía todo Madrid de noche. Lo consideraba bastante desconocido, porque siempre que había ido allí estaba vacío o casi vacío, pero no, aquella noche había bastante gente fumando y bebiendo. Murphy, juro que como te encuentre algún día te mataré.
Estuvimos un rato en la barandilla, mirando Madrid. Le dije que había que hacer el mongolo, y él que se negaba delante de toda esa gente, por lo que fuimos a un parque que había justo debajo del mirador. Una vez allí le dije… Le conté que él me había hecho volar, y que no me parecía justo que no hiciera algo para compensarle, así que aquella noche íbamos a volar. Saqué una capa roja de mi bolso y se la puse, mientras me miraba entre incrédulo y sonriente. Encendí el ipod, y puse “cape of our hero”. No pudo evitar reírse. Empezamos a bailar suavecito, cogí el lazo de la capa y lo puse alrededor del cuello de ambos, y empezamos a girar, sujetos de nuestros brazos, más rápido, y más rápido. Le dije que íbamos a hacerlo lo más rápido que pudiéramos, y, cuando lo hicimos, todo a nuestro alrededor era un borrón, y sólo veía su cara, y escuchaba mis gritos, su risa y mi risa, y ya, muy lejano, a Michael Poulsen.
Como no podía ser de otra manera, acabamos en el suelo, con un zapato en cada punta del parque y muertos de vida. Todo giraba a mi alrededor, y me sentía tan inestable que parecía que iba a vomitar, pero no paraba de reírme y notar cómo la vida me llegaba hasta las puntas de los pies.
Vino hasta mí, y me besó, y ambos nos levantamos un poco como pudimos, y fuimos a buscar nuestras cosas. Antes de llegar, me subió sobre su espalda y me dijo “¡estira los brazos y las piernas!”, lo hice, y ahí sí que volaba, volaba sin más. Y le adoré por todo aquello, por hacer que mis pies no tocaran el suelo. Él seguía con la capa puesta, y me vino a la mente ese “maybe you’re gonna be the one that saves me” de oasis, y pensé que con esa capa, desde luego que podría salvarme, y llevarme muy lejos.
Fuimos a comprar una bebida energética que se le atojó, y volvimos andando hacia el mirador. No pude resistirme y le dije que era “super Blanca Nieves”, porque, efectivamente, esa capa provenía de mi disfraz de Blanca Nieves. Su cara fue mítica, pero no se la quitó, lo cual me gustó mucho.
Cuando llegamos hasta arriba, nos sentamos en un banco, en una esquinita. Yo sobre él, con sus brazos a mi alrededor. Le dije que siempre decía que él me cantaba y yo nunca lo hacía, y que por una vez en la vida, tenía razón. Así que iba a cantarle la canción de amor más grande de todos los tiempos… LA canción de amor; “Nothing else matters”. Le pregunté si sabía lo que significaba, y me dijo que no. Mi cara fue mítica. “NO. SABES. LO. QUE. DICE. O. SEA. WAT”. Se la empecé a traducir, y me dijo que sí, que ya se acordaba. No me fiaba y se la traduje hasta el final, sólo por si las moscas. Y entonces le puse un casco, me coloqué el otro y empecé a cantar. Bajito en su oído. Me dijo que no entonaba, pero me dio igual. En algún momento dado, empezó a cantar conmigo, y fue tan dulce… Adoraba que me cantase, pero estaba empezando a descubrir que adoraba casi tanto cantar con él. Me esforcé un poquillo en entonar, sólo para demostrarle que podía hacerlo, y él lo captó al momento. Otra cosa no, pero oído tenía el cabrón.
Cuando la canción acabó le besé. Le besé mucho. Y no sé si me entendió, pero le traduje todos los versos de James Hetfield a idioma boca, porque era el más sincero que conocía.
Después le dije que había otra… Pero que no sabía si cantársela. La verdad es que por muy gay que fuera, era una canción que siempre me había gustado mucho, y… Y qué releches. Que quería cantársela. Le dije que de esa canción sólo tenía que quedarse con una frase “when the time comes, baby do’tn eun, just kiss me slowly”. Me miró con cara de… Uf. “El momento de qué”. “El momento adecuado”.
Nos levantamos y fuimos hacia la barandilla, y había mucho viento, y mi pelo y mi camiseta parecían tener vida propia. Pero la canción empezó, y le canté, aquellas palabras tan dulces, bajo la luna, sobre Madrid y con sus ojos clavados en los míos. Muy clavados en los míos. Y había una chispita… ESA chispita. La que yo buscaba y me volvía fuego. Y cuando acabé seguía mirándome, y me dijo que era muy guapa. Sentí que quemaba algo menos. A lo mejor era yo que le malinterpretaba. Seguí mirándole. No… Estaba ahí. Joder, lo estaba viendo.
Después… Le recordé aquella tarde en su casa, cuando me había regalado el libro de “las ventajas de ser un marginado”, y cuando tiempo después, en su casa, me había dicho que le abrazase, mientras él escribía en la primera página “en este momento, somos infinitos”. Aquel momento era… Es de lo más increíble que ha habido nunca en mi vida. En ese momento le di al play y empezó a sonar la última escena de la película, en la que Charlie suelta un monólogo. Se lo fui traduciendo, sintiendo cada sílaba de cada palabra que le susurraba. Y terminé con ese “y te juro que en este momento somos infinitos”.
Lo sentí tanto y tan fuerte que no pude evitar un par de lágrimas traidoras, mientras entendía que aquello era solo una más de las miles razones por las que nunca dejaría de quererle, y le pedí a la luna que nos miraba desde arriba que algún día él se diera cuenta de que aunque había millones de chicas infinitamente mejores que yo ahí fuera, nunca sería infinito con ninguna otra.
Y sin más, le besé, prometiéndome a mí misma que haría todo lo que pudiera para seguir siendo infinitos.
Después iniciamos un lento paseo hacia casa. Él refunfuñaba, medio en serio medio en broma sobre cuánto tiempo nos quedaba, sumando los 45 minutos de despedida que tardábamos. No podía creerlo, ¿tanto rato usábamos? Vale que se nos alargaban un poco, pero ¿hasta ese punto…? La mierda esta de que se llevaba mi tiempo, supongo.
El camino en metro fue muy dulce. Echamos un serio de besos (que no ganó ninguno por mucho que él diga que ganó), y fuimos charlando, riéndonos tranquilamente.
Cuando llegamos a mi casa, nos entretuvimos en el portal. Mucho (sí, lo miré). Pero me daba igual. Cada rato con él lo sentía como el último, y más ahora que el fin estaba tan, tan cerca. Sabía que pensar eso era autodestruirse, sin más, pero no podía evitarlo. Y de ahí que siempre volviera a por un beso más. A por un abrazo más. A por una mirada más. Pero sí, al final ya fue demasiado, y tuve que subir a mi casa, no por nada, sino por la que me iba a caer.
Le lancé un beso y cuando giré la esquina me dejé caer sobre las escaleras y permití que el sentimiento de infinitud me llenase. Y supe que, pasara lo que pasara, hacía lo correcto. Porque como decía Sandy en Grease, una tiene que ser honesta con su corazón.
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