Según me duchaba, no podía evitar pensar en dónde me estaba metiendo. Iba a intentar que se enamorase otra vez de mí. Y a contrarreloj, nada menos, porque una característica que no le definía en absoluto era la paciencia. O sea, pensadlo. Mientras hablábamos, había rechazado de plano la posibilidad de no intentarlo por el daño que pudiera llegar a hacerme, pero lo cierto es que podía salir de ahí jodida no, el hiper-superlativo de jodida.
No tenía ninguna garantía, nada. De hecho, y por mucho que me ahogara pensarlo, era bastante probable que todo saliera mal. Que intentara con toda mi alma recuperarle, y al final me quedara sin... Nada.
Y si eso pasaba... No quería pensar en las consecuencias que tendría en mí todo aquello. Nunca, nunca le dejaría quedarse por pena, por lástima, pero lo cierto es que aquello me destrozaría, como si alguien me abriera con un hacha de arriba a abajo. Aunque probablemente esto no fuera tan rápido, ni tan clemente.
Me di cuenta de que de aquel momento en adelante no podría pensar, sentir o hablar en futuro, y que esa posición de mierda era infinitamente mejor que una de las opciones que me permitía pensar, sentir o hablar en futuro. El problema es que lo estaba apostando todo a una, y el problema más grande de todos, que lo hacía porque no tenía alternativa.
¿Estaba dispuesta a eso? A vivir a diario con la idea de que podía perderle, de que estaba colocándome a mí misma frente al pelotón de fusilamiento esperando que alguien decidiera no disparar. A sentir con fecha de caducidad, a esperar una bala de la pistola apostada en mi sien. ¿Podía vivir con eso?
Y otra vez, la misma putada; sí, porque era la única posibilidad de tenerle de vuelta.
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