domingo, 24 de agosto de 2014

Capítulo 4.

Tarde, como siempre.
Esperaba en el parque Titanic, temblando de puro nerviosismo, y pasaban cinco minutos de la hora a la que habíamos quedado.
Un what's app, y el autobús, que se había retrasado.
Lo peor de todo es que en ese momento adoré su impuntualidad, como un rasgo más de él, algo que quería de vuelta.
Me sudaban las manos, y respiraba agitadamente. Como no me calmara, la iba a liar. Me senté en un banco, y puse la cabeza entre las rodillas, tratando de convencerme a mí misma de que podía con aquello.
Entonces vi a una mariquita en el suelo, que intentaba volar pero no podía. Pobrecilla, era cuestión de tiempo que algo la aplastara.
No, de ninguna manera. Ambas íbamos a sobrevivir a aquella tarde.
Así que la cogí y la llevé hasta unas hojas, dejándola que corretease por ellas, observándola durante un rato. Pero, de pronto, el viento cambió y me llegó un olor. No era... Exactamente. Pero y si...
Me giré, y ahí estaba; alto, desgarbado, con el pelo peinado a lo Grease, moreno, con los hombros ligeramente más anchos... Guapísimo.
Pero ni siquiera fui realmente consciente de todo aquello, porque durante un segundo, el mundo, el universo, todo desapareció, y sólo quedó él, en un lugar en el que sí que podía alcanzarle.
Y de repente corría hacia él, como si escapara de leones. Y cuando le alcancé, mi cuerpo chocó contra el suyo, y mis brazos se aferraron a su espalda, para terminar de creer que todo aquello no era un sueño.
Y no lo era. Estaba allí. Y entonces dieron igual todas aquellas veces que me había prometido a mí misma que no lloraría, porque él estaba allí. Sin pasado ni futuro, tan sólo allí, conmigo. Y todo lo demás daba igual.
Le abracé tanto y tan fuerte, que no sé cómo no me apartó con cara de asfixia, pero cuando por fin le miré a los ojos, su boca estaba tan cerca... Fue puro instinto lo que empujó mis labios contra los suyos. Y, para mi sorpresa, su boca me respondió, con ansia, como si se rindiera a algo que había intentado evitar. Mira que ha habido veces en las que he sentido que sus besos me sacaban el alama por la boca, pero aquel los superó a todos. Le dije cuantísimo le amaba, cuantísimo le había echado de menos, y lo que pensaba luchar por él, todo, en aquel beso.
Cuando nos separamos, me susurró ese "hola" tan nuestro como nuestros ojos, y no pude menos que responderle con una sonrisa.
"Hola".
Caminamos charlando hasta un banco cercano, y una vez allí, volvió a abrazarme. Muy fuerte. Y otra vez. Y otra vez. Parecía que se resistiera a lo que estaba a punto de hacer. O eso quería yo pensar, ya que tras un rato de charla intrascendente, comenzó a hablar.
No soy capaz de reproducir esa conversación sin querer morirme (pero eh, aguanté como una campeona y ¡no lloré!).  Dejémoslo en que lo peor que podía haber pasado, pasó; ya no se sentía igual. Sus sentimientos habían menguado, se habían enfriado... Llamadlo x, pero sentía que ya no me amaba.
Juro que en aquel momento tuve que recurrir a todo el autocontrol de mis años más oscuros para no desmayarme. Ya. No. Me. Amaba. Cómo... Cómo podía haber pasado eso.  Yo seguía amándole con toda la fuerza de mi ser, con toda mi alma con... Todo. Con lo que se podía y lo que no. Sentí que el mundo se me caía sobre la espalda, y lo único que quería hacer era dejarme caer en alguna parte y no despertar.
Pero no había aguantado tanto para tirarlo ahora todo por la borda.
Me costó convencerle. Mucho, muchísimo. Más de lo que me ha costado nunca nada. Tiré de esto, de aquello... Aunque todo lo que dije fue tan cierto como que él me miraba con cara a medias de "no te vayas" y a medias de "no hagas esto más difícil. Saqué toda la artillería pesada, la no pesada, improvisé, desimprovisé, y aún así, pensé que no lo conseguiría.
Llegó el momento del vídeo, y cuando se dio la vuelta, ahí estaba yo, de rodillas, con su regalo en las manos, implorándole una segunda oportunidad. Yo también estuve segura de que no le quería hace tiempo. Y él estuvo seguro de que podría recuperarme, porque estaba dispuesto a todo.
Es cierto que le puse un poco entre la espada y la pared. Pero también es cierto que no le hice decidir una cosa y otra. Solo le obligué... A eso, a decidir.
Cuando acabé, todo lo que era capaz de balbucear entre lágrimas era un "di que sí, di que sí". Él me miró, de esa manera en la que te mira alguien a punto de hacer algo de lo que cree que va a arrepentirse. Me miró y me miró. Y entonces, lentamente, asintió con la cabeza.
Antes de que se diera cuenta, me había abalanzado sobre él, le besaba, le abrazaba, y le susurraba cuánto le quería, porque sólo en aquel momento me di cuenta de la increíble oportunidad que tenía frente a mí.
Y supe que no iba a desperdiciarla.

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