domingo, 24 de agosto de 2014

Capítulo 1.

Todo esto empezó con un "tenemos que hablar". Normalito, ¿eh? Por teléfono. Hay muchas parejas en las que esa frase es sinónimo de una sentencia de muerte, pero en la nuestra nunca lo había sido, había algo que hablar, y punto.  Así que me marché a la playa, con un runrun en algún lugar de mi cabeza, pero sin mayores preocupaciones.
En realidad, tal vez debiera situarme primero. 
Empecé a salir con mi chico el día seis de octubre de 2012.  Me lo pidió en el cuarto de invitados de su casa, mientras veíamos Harry Potter y el cáliz de fuego. 
Al principio fue sólo un lío de discoteca. Alguien con quien uno empieza como quien no quiere la cosa, a ver qué pasa.
Los primeros seis meses fueron increíbles. La luna de miel, como es más comúnmente conocido el primer período en una pareja. Y después, me acojoné. Me acojoné, y salí corriendo. Porque la luna de miel estaba empezando a hacer que germinasen sentimientos. Reales. Y no soy alguien a quien le hayan salido especialmente bien las cosas en la vida, pero en referencia a otras personas, menos aún. En ese momento hice cosas de las que me arrepiento. Mucho. Pero él siguió ahí, peleando por lo que quería, por nosotros. Y un buen día me levanté y todo lo que quería era... A él.
Y volvimos a intentarlo. La luna de miel había acabado, y en su lugar nos esperaba la realidad. Conocer al otro en los ratos buenos y en los que ni uno mismo es capaz de aguantarse; integrarle en tu vida, compartirlo todo con él. Enamorarse. Y vaya que si me enamoré. Hasta las trancas, joder. Tanto que aún hoy no concibo ningún tipo de futuro próximo sin él.
Pero volvamos al "tenemos que hablar". He comentado que comenzamos a salir el día seis de octubre de 2012, ¿verdad? Pues el día seis de julio de 2014, tras casi dos años que ni siquiera después de vivirlos podía creer que me hubieran pasado a mí, dejó caer que la charla era tocha. Importante. Trascendental. Y ahí sí que me acojoné. Como nunca, NUNCA en la vida.
No pude aguanta y esperar a volver de la playa, como él me proponía para conocer el asunto en cuestión, así pues, una tarde por skype, hice que me lo dijera. No era capaz, así que formulé yo la parte más jodida de la frase "¿vas a dejarme?", y a él sólo le quedó asentir con la cabeza.
Cerré el skype absolutamente bloqueada, y lo siguiente que recuerdo es estar tirada en el suelo, abrazando mi torso mientras gritaba y lloraba, y a mi hermana pequeña, que me sujetaba y me preguntaba qué pasaba. Mis padres se limitaron a mirar.
No sé cuánto tiempo pasé así, pero en un momento dado, tuve que vomitar. Y menos mal, porque puede que si no, no me hubiera levantado de allí más.
Después de echar mis intestinos, me tumbé en la cama, y miré el techo. Y lloré. En silencio. Con las lágrimas empapando mis mejillas, pero sin un solo ruido. Ni siquiera podía dormir. Sólo llorar y mirar el techo. Y sentir cómo me moría. Y eso hice.
A la mañana siguiente, mi madre entró en la habitación y me preguntó que si necesitaba algo. La dije que quedarme allí. Me dijo que de eso ni hablar, que teníamos compromisos y que ya había vagueado bastante. Juraría que disfrutó con aquel momento como nunca en su vida.
Y así fue como me vi arrastrada a la playa.  A las carreras de caballos de San Lúcar. A ver a éstos y a aquellos amigos. Eso sí, siempre con gafas de sol para que la gente no pudiera apreciar el despojo humano en que me había convertido. Y luego llegaba a casa y me tiraba en la cama, abrazándome con todas mis fuerzas, tratando de mantener unidas las partes de mi cuerpo, porque sentía que en cualquier momento caerían desperdigadas a mi alrededor. Tratando de respirar, aún a pesar del agujero, justo en el inicio del esternón que a penas sí dejaba que el aire alcanzase mis pulmones.
Y finalmente, un día en el que trataba de arrastrarme fuera de aquella habitación sumida en la penumbra, encontré a Antoñito.


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