domingo, 24 de agosto de 2014

Capítulo 2.

A lo mejor debería situarme de nuevo. Antoñito es un adorabilísimo peluche en forma de perrito gordo y negro. La cosa más achuchable que te puedas echar a la cara, vaya. Fue un regalo suyo, por haber sacado buena nota en selectividad. Que tampoco fue una notaza, ¿sabéis? Pero era una nota en la que me había esforzado mucho, y en casa no habían hecho sino despreciarla porque "podía ser más alta". Sé que es un poco tontería, pero esto me desanimó mucho, porque ni siquiera sabía para qué necesitaba la nota, dado que lo que yo quería (y quiero) es escribir. Y que todo aquel esfuerzo para llegar a una carrera que ni siquiera quería estudiar no fuese felicitado pues... Pues me jodió mucho.
Y él lo vio. Y por eso me regaló a Antoñito. Me demostró que él estaba orgulloso de mí, de todo lo que había trabajado. Y desde entonces siempre duermo con Antoñito. Es una representación de él a mi lado. Y un año después volvió a sorprenderme, cuando se presentó en casa con chuches para celebrar el cumple de Antoñito, dado que la situación de menosprecio y devaluación del esfuerzo se había vuelto a repetir, solo que con una carrera en la que no quería (ni quiero) estar. Me quedaron tres asignaturas. Recuperé dos. Y aunque eso parecía una ofensa en sí mismo, él vino con esa sonrisa y chuches a recordarme que sí que había alguien que valoraba mi esfuerzo.
Os podéis imaginar el colapso mental al encontrar a Antoñito debajo de la cama en la playa. Por una parte, mi mente disparaba todos estos recuerdos y las sensaciones que los acompañaban, y, por otra, el agujero de mi pecho se ensanchaba al comprender que eso pertenecía al pasado.
Cogí al pequeñín, y me tumbé con él en la cama, sujetándole fuerte contra mí. No recuerdo en qué momento empezó, pero de pronto me oí susurrando "no puede ser, no puede ser". No paré. No podía ser.  Y no iba a ser. No mientras yo siguiera respirando, y por desgracia, así era.
Miré a Antoñito y me senté con él en la cama. Y pensé. Saber es poder. Yo sabía que pretendía dejarme, pero habíamos quedado para que me explicase por qué. Sabía que aquella sería la mejor oportunidad de no perderle. Sabía que tendría que jugar muy duro para cambiar algo que se había asentado dentro de él desde hacía más tiempo que cualquier cosa que yo pudiera decir. Sabía que seguía sintiendo algo por mí. Sabía que no había nada que no estuviera dispuesta a hacer para recuperarle. Sabía que necesitaba un buen plan. Sabía que sí seguía así le perdería. Y sabía una última cosa; que tenía que hacer algo. Que no podía dejar las cosas así.
Así que me levanté, y me desperté de la única forma efectiva que se me ocurrió; a golpes. No creáis que soy masoca, ni sadomaso, ni ná de eso. Pero cuando la mente alcanza unos niveles de embotamiento tales que ni siquiera es capaz de hacer que el cuerpo obedezca, hay que despertarla de algún modo. Y eso es lo que hice.
Después cogí un boli y una libreta y empecé a trazar mi plan. Cada milímetro del mismo. A los cinco minutos de haberlo terminado, arranqué la página y comencé de nuevo. Así unas cuantas veces. Trabajé toda la noche. Al día siguiente, sabía lo que tenía que hacer.

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