martes, 9 de septiembre de 2014

Capítulo 10.

El martes comenzó seco. Sin sol. Sin luz. Sólo neblina. Y humedad. Tanta que parecía que tenía el pelo a lo afro. Sentía al tiempo una exteriorización de mi interior, y agradecí silenciosamente a la Selva Negra por hacerme sentir un poco menos fuera de lugar. 
Fuimos a ver una cascada preciosa, entre otras cosas, pero me quedé con la cascada. Había que subir por una senda en la montaña para alcanzar la zona más alta, y mi familia pasó, porque... Pues no se por qué. Pero yo no podía no subir hasta el nacimiento del agua, así que les dejé comiendo y continué camino arriba. 
Cuando llegué allí, había un puente que atravesaba la cascada, y desde el que se podían ver todos los rápidos que se creaban en ella hasta el pueblo, tres o cuatro kilómetros más abajo. Pasé mucho tiempo en aquel puente, rodeada de niebla, y oyendo el agua caer. Y no pude evitar pensar que acabar así tenía que ser bonito. Una visión verde, bajo un manto ondulado y cristalino, el frescor del agua pura de la montaña y un golpe seco contra las piedras. Finito. Y entendí una vez más a esa parte de mí que renegaba de respirar, pero la parte que le pertenece le puso una mordaza, la tiró al fondo de mi mente, y me hizo retomar la senda en dirección al pueblo.
Hacia la hora de comer, le robé el teléfono a mi padre y busqué ávida tu conversación. Respondió en poco tiempo. Tras los holas y unas pocas trivialidades, me dijo que me echaba de menos, y sentí a la cascada un poco más lejos de mí. Estaba terminando de perfilar mi plan para cuando volviera a Madrid, y había algo que necesitaba de él. Un fin de semana. Sería el broche de oro, pero si él no podía estar ahí, lo cierto es que se me iba todo al garete. Se lo propuse. Al principio, las dudas, parte de la familia ya: "queda mucho tiempo", "no sé, no sé". Al final conseguí un "vale". Y la cascada parecía más y más lejos.
Aquella noche, muy entrada la noche, salí a fumar a la terraza del hotel. Hacía un frío de mil demonios, pero era agradable. Seguía sintiéndolo.

******

El miércoles amaneció soleado, y entendí que ya ni siquiera el paisaje estaba de mi parte, porque, partiendo de la niebla, él se fue hacia la luz, y yo me hundía un poco más. 
Hay dos formas de echar de menos. La primera, consiste en el anhelo, la nostalgia, un poco la tristeza si me apuras, de no tener a alguien contigo, pero siempre acompañado de la certeza de un reencuentro próximo. La segunda, consiste en necesidad, mono, incapacidad de pensar y/o sentir más allá de este hecho,  y un agobio constante por el mismo, con lo que suele ir acompañado de miedo y dudas. Y de repente, yo había pasado del primero al segundo. Y la culpa era mía. Bueno, mía. Digamos que de mi mente, ya que ésta hace y deshace como le da la gana sin tener a su "dueña" en cuenta en absoluto. La muy perra se entretenía creando y recreando el momento en el que volvería a verle... Y en mostrarme una y otra vez cómo todo lo que había hecho, y todo lo que tenía pensado hacer no serviría de nada, porque él se echaba para atrás, porque el mundo explotaba ¡qué se yo! Pero la forma en que me estaba torturando era inaguantable.
Encima le conté que... Pues que por primera vez en mi vida estaba sintiendo celos de verdad, y él no hacía más que tirarme pullas. A ver, que no lo hacía a malas, pero con todo lo que tenía encima, y teniendo en cuenta que al día siguiente se iba con sus amigos a un pueblo en fiestas... Pues apuf.
Y lo mejor de todo es que lo peor estaba por llegar. Viva.

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El jueves me levanté y la boca me sabía a celos. Y le odiaba. Pero le echaba de menos. Y le seguía odiando. Pero cada vez le echaba más de menos.
Aquel día fuimos a  Suiza, a ver el nacimiento del Rhin (¿o del Danubio? Nunca he estudiado geografía, y así pasa lo que pasa).  Era bonito, eso es algo innegable, pero yo empezaba a estar saturada de tanto paisaje masificado, de tanta postal que en cuanto girabas la cabeza era un parque de atracciones, de tantos lugares que parecían el paraíso sólo el tiempo justo antes de parpadear. Y este hecho no ayudaba en absoluto con el odio-echar de menos.
Por la tarde, mis padres decidieron darle un capricho a mi hermana, y fuimos a una especie de parque de atracciones que consistía en subir a la parte más alta de una montaña, y dejarte caer colina abajo a una velocidad que tú controlabas montado en una especie de trineo que se deslizaba por una especie de raíles. La verdad es que prometía.
Durante la cola (creo haber mencionado ya que TODO estaba masificado), le pillé por banda, y hablé con él. Del tono jovial de los días anteriores no quedaba ni rastro, y me explicó que habían perdido el autobús para ir al pueblo por no mirar los horarios. La verdad es que le noté realmente cabreado, y frustrado, y muchos más -ados, y mi humor dio un giro de 360º.  De verdad, fue hasta cómico. Pasé del "le odio" y "le echo de menos" a desaparecer totalmente de plano y que sólo hubiera algo importante; que él se sentía desdichado. Traté de animarle y distraerle, pero nada parecía funcionar, y sentía que le estaba saturando, así que me despedí y cerré el teléfono, con una sensación bastante incómoda entre las costillas.
Poco después llegó por fin nuestro turno para montar en los trineos. Me coloqué la última de los cuatro, después de mi hermana, y dejé todo el espacio entre nosotras, hasta que el alemán que estaba allí para la importante función del buen funcionamiento de aquel trasto empezó a gritarme cosas que no sonaban educadas y que yo interpreté como un "mueve el culo, coño". Así pues, me dejé caer.
En realidad había dejado más hueco del que pensaba entre la nana y yo, así que simplemente me sujeté muy fuerte, y atranqué la palanca de los frenos para no detenerme. Y fui cogiendo velocidad. Mucha. Muchísima. Había curvas en las que vislumbré indicaciones de reducir la velocidad, y en alguna noté como aquel cachivache casi sale despedido, pero yo no podía parar. O no quería. Por primera vez, sentí que había algo que entendía mi vida. Una caída libre sin ningún tipo de frenos, rezando para no salirte de los raíles. Así estaba viviendo, y no tenía sentido que intentara sujetar nada con los frenos, porque la velocidad ya era tal que saldría despedida.
Hacia el final del recorrido, había una especie de gomas en los raíles que redujeron gradualmente mi velocidad (se ve que ya habían pasado kamikaces como yo por allí), con lo que cuando llegué abajo, prácticamente había parado. Descendí con un ligero mareo, que en el coche de vuelta a casa se agravó, y que me hizo retrasar el trabajo*, así que cuando llegué al hotel, hube de ponerme a ello.
Antes de dormir, cogí a la bendita Irene X para olvidarme un rato de todo, pero había olvidado cómo era el final de su libro. Había olvidado un escrito en concreto. Pero cuando lo leí, supe que no iba a poder olvidarlo, debido a que ante mí veía dos opciones: acabar como en ese capítulo, o el miedo infinito a terminar haciéndolo.
Ojalá, ojalá nunca me viera reflejada entre esas letras.


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