La luz de la mañana del viernes empezaba a filtrarse por las ventanas, y yo aún no había cerrado los ojos. Por qué. Por qué. Por qué. Eso era todo en lo que era capaz de pensar.
La noche anterior, cuando estaba quedándome dormida, vi un parpadeo del ipod, y lo abrí, intrigada. Era él. En ese momento, salté entusiasmada para contestarle. Ojalá, ojalá no lo hubiera hecho.
Estaba frío. Borde. Eso pude verlo a la segunda sílaba. Pero de ninguna manera fui capaz de prevenir lo que venía a continuación. Le pregunté si la carita en la que le había hecho pensar por la tarde le había hecho gracia. Me contestó que no. Añadió que no me echaba de menos. Añadió que estábamos ahogados, muertos. Añadió que aquello era una pérdida de tiempo, que yo estaba perdiendo mi tiempo y estaba haciéndole a él perder el suyo. Y con cada añadidura, una grieta se abría dentro de mí. Otra. Y otra. Y otra.
No podía creerlo. ¿Qué había pasado..? Vale que estuviera hundido por no haber podido irse al pueblo con sus amigos, pero aquello ni justificaba ni explicaba nada de esto. Pero si… Hacía unos días me había dicho que me echaba de menos. Había sido dulce. Le pregunté si entonces me había mentido. Me respondió que no lo sabía, que a veces quería creer que no, que sí me echaba realmente de menos. No sabía por dónde coger aquello. ¿Qué había pasado? ¿Qué cojones había pasado? ¿Es que ahora era bipolar o cómo iba la cosa? Odiaba eso de él. Que se callara las cosas, e hiciera como que no pasaba nada hasta que explotaba. Nunca había alcanzado estos niveles, pero no encontraba ninguna otra explicación para lo que estaba leyendo.
Sentía que me ahogaba. Sin más. Si quería náufragos, desde luego me estaba convirtiendo en uno. Y mi salvavidas empezaba a tener más agujeros que parches. Muchos, muchos más. Zanjé aquella conversación diciéndole que me esperase los cuatro días del pueblo, y que hablaríamos a la vuelta.
Cuando intenté levantarme de la cama aquella mañana, noté una presencia familiar a la altura del esternón. Hombre, agujero mío, cuánto tiempo. Siempre acompañado de esa garra helada, ¿eh? Y de pronto me sentí en un dèjavu, solo que en vez del calor aplastante de Cádiz me consumía en el frío interminable de Alemania. Pero ahí estaba otra vez, la incapacidad de respirar y de comer. Casi no podía tragar ni agua. No sabía cómo aguantarme ya las lágrimas, y pasaba unos sospechosos y muy continuados periodos en el cuarto de baño.
Aquel día fuimos a ver castillos a Austria. Castillos de un rey loco. Y yo veía que terminaba así, recluida en algún lugar, labrándome un país de fantasía en el que no quisiera desaparecer del mapa a cada segundo que pasaba.
Aquel día se fue al pueblo, y tan sólo crucé un par de frases con él. Cómo dolía, joder.
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A la mañana siguiente no sabía ni cómo sostenerme en pie. Ni comida ni descanso, yo misma no me daba tregua, pero tampoco sabía cómo evitarlo. ¿Sabéis la frase esta de “el dolor es inevitable, el sufrimiento opcional”? Bien, pues su puta madre en vinagre. Yo sólo quería escapar de todo aquello, de mi cabeza, de mi cuerpo, de no tenerle, de saber que no lo tenía, pero era puto incapaz. AB-SO-LU-TA-MEN-TE incapaz. Y aquello me estaba consumiendo. Pero hasta puntos que yo no creía posibles.
Encima pasamos todo el día en el coche, ya que habíamos iniciado el regreso a casa, y entre paisajes que cada vez se volvían menos densos y de un verde menos brillante, yo sólo podía ver puntitos de la asfixia a la que me estaba llevando esa puta mano alrededor de mi garganta. Si tan sólo pudiera verle, hacerle entender que nada podía estar bien si no era con él…
Cuando por fin paramos en alguna ciudad francesa, esa misma noche le llamé. Creo que ha sido, con diferencia, el contacto más frío entre los dos. Y si no, de los más fríos. Lo justo, para quedar el día de su vuelta. Lo justo para que me dijera que no sabía cuándo volvía. Lo justo para despacharme con un “adiós” no seguido del "te quiero" que hace unos días me sacaba la alegría por la boca. Nunca he odiado tanto algo como la palabra “adiós” desde que él empezó a usarla. No “un beso”. No un “adiós princesa”. No un “adiós cielo”. Un puto “adiós”. Lo odiaba. Lo odiaba con toda mi alma.
Aquella noche, por fin, dormí.
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Craso error, porque la jornada del domingo fue un precioso viaje de 12 horas en coche en el que monté totalmente lúcida y descansada. Vamos, ni preparado.
El culo no me cabía en el asiento, y, a pesar de que sabía que él aún no estaba en Madrid, no podía esperar para llegar y empezar a movilizarme, a iniciar todos los putos proyectos que atestaban mi libreta. Lo que fuera, en realidad, con tal de no estar allí sentada, incapaz de resistirme a poner su canción, una y otra vez, como una masoquista que siente que se va a desmayar del dolor, pero no puede parar de suplicar que le vuelvan a golpear, al menos una vez más.
Al fin llegué a casa. Aunque casa era un término relativo a estas alturas. Porque el único lugar que sentía como hogar ya eran sus brazos. Y a este paso veía que me desahuciaban. Por favor, un juez clemente. Aquel hogar era todo lo que tenía.
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